Nací a principio de los años ochenta. Crecí en mi pueblo, Arroyo de San Serván, en la provincia de Badajoz, España. Era la época del apogeo del BMX y recuerdo cómo de pequeño, no salía un solo día por las tardes a jugar sin mi bicicleta. Los muchachos de aquella generación íbamos sobre las dos ruedas a todas partes…a por el pan, a los comercios, a jugar al fútbol, al campo, a pescar…el tiempo transcurre muy rápido en la infancia y cierto era que nosotros no lo perdíamos.
A finales de la década, descubrí en el ciclismo una de mis grandes pasiones, tenía siete u ocho añitos cuando junto a mi hermano y a mis padres, no podía evitar el ser absorbido por la televisión durante las retransmisiones de la Vuelta a España, del Giro de Italia y cómo no, del Tour de Francia. Por aquel entonces, Pedro Delgado era el héroe del momento, corriendo contra enormes ciclistas como Stephen Roche, Laurent Fignon o Greg Lemond. Si el espectáculo ya de por sí, era emocionante, épico, lleno de coraje, valentía, inteligencia y sufrimiento, las audiencias se colapsarían con la llegada de Miguel Indurain, mi ídolo de la infancia. Él significó toda una revolución en el deporte del país. De repente los niños no querían ser futbolistas, querían ser Indurain. Gianni Bugno, Claudio Chiappucci, Tony Rominger, Piotr Ugriúmov, Alex Zülle…eran nombres tan conocidos por aquella época entre los chicos, como lo son hoy los cracks del balón.
A partir de entonces cambió la concepción que de niño tenía sobre la bicicleta, lo que era un medio de juego y transporte se convirtió en algo más, de repente era la herramienta con la que los ciclistas sumergidos en preciosos entornos, ascendían puertos míticos, luchaban contra el crono o rodaban por singulares carreteras, tramos de pavés, levantando toda la admiración de aquellos que los contemplaban desde las cunetas o desde sus casas.
Estábamos en los años noventa, y las mountain bikes comenzaron a acaparar la atención de todos los aficionados al pedal. Yo era un adolescente, y entre todos los deportes, fue la bicicleta el que de verdad me atrapó. Salir, recorrer caminos, pequeñas carreteras, sumergirte en parajes singulares, subir, bajar, saltar, la dinámica, las sensaciones, la diversión, la exigencia, el sufrimiento, la satisfacción, la libertad. Todo aquello me parecía fascinante.
Comencé a salir con mi hermano, tres años mayor que yo, el cual me fue mostrando la mayor parte del camino. Los dos estábamos como locos con nuestras bicicletas. Salíamos por pura diversión, no nos importaban los kilómetros ni el tiempo que tardásemos en recorrerlos. Nos encantaban las dehesas, las zonas de sierra, ir rápido. Él comenzó a asistir a las primeras rutas organizadas de la época y yo le acompañé algo más tarde.
Nos convertimos en unos pioneros del mountain bike en nuestra comarca. Nunca se nos pasó por la mente la competición a nivel élite, aunque no se nos daban nada mal los tramos competitivos de las rutas cicloturistas.
La verdad es que, para nosotros, la bicicleta nos aportaba momentos de libertad, en una época completamente dedicada a nuestros estudios, complicados entre otros, ya que ambos decidimos estudiar ingeniería, por lo que no buscábamos en ella más presión si no una vía de escape, de relajación, de disfrute. Siendo realistas, estableciendo prioridades, no teníamos tiempo para nada más, y aún menos, para entrenar a conciencia.
A principios del nuevo siglo, con el cambio de era y con la consagración de la llegada de internet a las casas, con aquellos módems de 56kbps… la curiosidad nos llevó más alla. Conocíamos los caminos de nuestra comarca, de muchas partes de nuestra región, pero queríamos ir un poquito más lejos. Nos hacía ilusión salir de un lugar y no volver a él, y a poder ser durante varios días. Mi hermano había terminado su carrera y estaba trabajando en Aveiro, Portugal. Indagando en la red habíamos encontrado la página que dos hermanos, si dos, como nosotros, habían elaborado explicando varías aventuras que habían llevado a cabo con sus bicicletas, a lo largo del país…y una de ellas en Italia. Explicaban como hacer vivac, cómo viajar, qué llevar, sus experiencias. Aquello fue un hito para nosotros. Salto una chispa en nosotros.
De repente comenzamos a buscar información sobre itinerarios cicloturistas de todo tipo, y aunque por aquel entonces la información era escasa, todo lo que encontrabas estaba escrito con enorme ilusión por auténticos pioneros. En nuestro país los itinerarios cicloturistas parecían limitarse a los distintos caminos de Santiago, de los cuales no había aún mucha información, mientras que, en otras partes de Europa, como en Alemania u Holanda, existían multitud de guías repletas de recorridos de larga longitud, tanto a lo largo de sus países como del continente.
Con la idea merodeando sin cesar en nuestros pensamientos y de la manera más improvisada, aprovechando unos días de vacaciones que mi hermano había conseguido en su trabajo en Portugal, y la ausencia de clases en mi caso, como estudiante, en agosto de 2002, mi hermano y yo, con 23 y 20 años respectivamente, nos aventuramos a realizar una parte de la Vía de la Plata (tramo del Camino Mozárabe de Santiago) desde nuestro pueblo, Arroyo de San Serván, en Badajoz, hasta Fuenterroble de Salvatierra, en Salamanca. Serían tres días de ruta, y un cuarto para volver a casa en autobús. Sin portaequipajes, sin alforjas, sin tienda, ni sacos, ni aislantes…sólo una mochila a las espaldas, con algo de ropa, unas zapatillas, una bolsa de aseo y algunas herramientas.
Aún recordamos el dolor en nuestras espaldas al término de la aventura, pero aún más grande fue el dolor que sentimos ambos al tenernos que volver el cuarto día, mientras observábamos como otros peregrinos a pie y en bicicleta continuaban hasta Santiago de Compostela. Aquella experiencia lo cambió todo. Cambió nuestra visión de la bicicleta como deporte y diversión por la bicicleta como experiencia inolvidable, como aventura, como una puerta a un mundo bohemio y desconocido, como una sonrisa en el recuerdo de esos días que quedan marcados a fuego en tu corazón, para siempre. En aquel pequeño viaje, aprendimos cómo poder viajar en bici, observando y conversando con otros cicloviajeros, mientras nos contaban sus experiencias, ataviados con sus alforjas, enseres y demás utensilios. Aquello fue una revelación.
Se despertó en nosotros una inquietud interna. Sufrimos por primera vez un síndrome desconocido para nosotros (mucho más fuerte que cualquier síndrome postvacacional que hubiéramos experimentado hasta entonces) que sólo experimentan aquellos que han viajado en bicicleta, a los que se les dibujará una leve sonrisa según leen estas palabras, el síndrome del día después de la aventura, el querer más, el planear un nuevo reto, el querer volver a ese sueño lo antes posible y que no se acabe nunca jamás. Se trata de una sensación distinta, de elevadas magnitudes, tan elevadas que ha llevado a muchísimos aventureros a dejar de lado lo que hasta entonces era su vida para viajar por el mundo durante años y años.
Nuestro primer itinerario completo, fue al año siguiente, en julio de 2003. Mi hermano había regresado de Portugal y estaba trabajando en España. Técnicamente, dejó su trabajo en el que no era muy feliz para viajar en bicicleta aquel verano. Más tarde buscaría uno nuevo. Yo era un estudiante de ingeniería a mitad de carrera. Comenzamos por acabar lo que habíamos empezado: la Vía de la Plata (Iter ab Emerita Asturicam), de nuevo desde nuestro pueblo, Arroyo de San Serván, en Badajoz, hasta Astorga, en León, para continuar por el Camino Francés hasta Santiago de Compostela. Aquel viaje supuso nuestra primera experiencia con alforjas, inolvidable. Aún recuerdo lo complicado que nos resultó poder encontrar a lo largo de las tiendas de bicicletas de la zona, los complementos necesarios para hacer nuestro viaje, pues no eran aún muy conocidos en aquella época, y eran productos por los que nadie les habían preguntado con anterioridad.
En 2003 la Vía de la Plata era un itinerario en el que te podías evadir de la sociedad a medida que descubrías preciosos parajes ocultos, realmente podías pasar días pedaleando sin encontrarte a ningún otro cicloviajero, solo a algunos peregrinos a pie contemplando la profundidad de las dehesas o caminando bajo el enorme sol de la meseta.
Dormíamos en los albergues que las localidades de paso ofrecían a los peregrinos, aunque no siempre los había, y en muchas ocasiones te habilitaban una antigua casa deshabitada, un colegio, un polideportivo o te acogían en una casa parroquial.
Al año siguiente, y durante dos años más, por causa de mis estudios, no pude viajar en bici. Sinceramente había descubierto este mundo junto a mi hermano, pero en mi caso en particular, a una edad muy temprana, con 20 años. No obstante, mi mente siempre viajó con él, que con tres añitos más y ya inmerso en la vida laboral, se sumergía cada verano en una nueva aventura. Aquél verano de 2004, mi hermano, junto a un amigo, volvió a repetir el Camino Mozárabe de Santiago o Vía de la Plata, pero en esta ocasión optando en su última parte, por el Camino Sanabrés, en lugar del Camino Francés y finalizando en Finisterre. Recuerdo que los acompañé en su primera etapa por tierras extremeñas, y que me volví pedaleando de regreso a casa envuelto en lágrimas por no poder continuar con ellos aquella aventura.
En verano de 2005, emprendió en solitario (aunque enseguida encontraría compañeros de ruta en el camino) un nuevo viaje a lo largo del Camino del Norte de Santiago, recorriendo el País Vasco, Cantabria y Asturias antes de llegar a Galicia, siendo éste uno de los itinerarios cicloturistas más hermosos que recuerda.
En el verano de 2006, en busca de nuevas emociones, se lanzó a realizar la Transpirenaica, un impresionante y bello itinerario que une el mar Mediterráneo con el mar Cantábrico a lo largo de una travesía montañosa por los Pirineos.
Por aquel entonces los viajes en bicicleta se habían popularizado y en la red podías encontrar mucha más información e incluso compañeros de ruta, y así fue el caso. Como hacer en solitario una travesía montañosa como aquella podría ser peligroso, y como no conocía a nadie de nuestra zona que viajara en bici, y, lo que es más, dispuesto a un reto de tal envergadura, se puso en contacto con aventureros de otras partes del país interesados en la misma aventura a través de foros de mountain bike y en pocas semanas formaron un grupo muy aparente y unido por una afición hermosa.
El año 2007 significaría para ambos un nuevo hito, un año inolvidable, el año en el que dejaría mis estudios ya finalizados atrás para comenzar una nueva vida, el año en que ambos volveríamos a viajar juntos en bicicleta, viviendo en esta ocasión una aventura muy especial, que nos llevaría a pedalear por otros países, lejos de nuestra tierra, lo que significaría para nosotros una segunda y definitiva revelación cicloviajera. Lo mejor de todo, lo increíble de verdad, es que aquel año, aún me esperaba un acontecimiento que superaría a todo lo demás, conocer a mi otra parte, conocer a María, por quien hoy pueden visitar este blog…un año que no olvidaré en mi vida.
En el verano de 2007 decidimos dar un paso más, desmontar nuestras bicicletas, montarlas en avión y romper nuestras fronteras. Era mi regreso a la aventura y lo iba a celebrar a lo grande, uniéndome a mi hermano y a un amigo para realizar una parte del itinerario cicloturista más famoso de Europa en aquellos momentos, el Danube Bike Trail -hoy en día Danube Bike Path- (en inglés) o Donau-Radweg (en alemán), un itinerario que recorre una gran cantidad de países siguiendo el curso del rio Danubio desde su nacimiento en la Selva Negra en Alemania hasta su desembocadura en el mar Negro, en Rumanía.
Como se trataba de un recorrido muy largo para poderlo realizar sólo durante unas vacaciones, escogimos el tramo más conocido y para el cual existían diversas guías -en inglés y en alemán-, desde Donaueschingen (localidad donde nace el Danubio) hasta Budapest, a lo largo del cual pedalearíamos por Alemania, Austria, Eslovaquia y Hungría.
Aquel viaje de nuevo lo cambió todo, nos proporcionó sensaciones distintas, inmersos en otras culturas, en la lejanía…supuso un nuevo síndrome del día después de la aventura, esta vez convertido casi en locura, de nuevo, querer volver a ese sueño lo antes posible y que no se acabe nunca jamás.
Beni.